Gracias, libros: he
tenido en mis manos hasta lo inalcanzable, lo que soñé a menudo, lo que la luz
no ofrece ni la sombra te acerca. He pasado las páginas de lo que me dejó o
perdí en el camino. He anotado los símbolos que nunca dije a nadie, he glosado las
líneas que no compartiría jamás de los jamases. He pisado las calles fangosas
de Macondo, he tocado a la Eneida, creyéndola mujer, he estado muchas noches a
la épica sombra de la esperanza lóbrega de la firme Penélope. Gracias, libros,
por las revelaciones y por las contingencias.
Por mis dedos cruzaron
las golondrinas lóbregas que no han de regresar, las aguas de los ríos que van
a dar al mar, inexorablemente; el canto de los pájaros que añoraba ya en vida,
en su Moguer del alma, allá en el huerto claro, junto aquel pozo blanco, el
autor de Platero; las aspas y gigantes del molino que muele la espiga de
utopías. Sin vosotros yo nunca sería este humano breve que me siento.
¿Dónde existe más mundo,
dentro o fuera de vosotros? ¿A lomos del día a día, lema y limo, o en lo que,
desleídos, os leemos? ¿Qué es más verdad, la vida engañadora o las veraces
sílabas que conforman los versos, las fábulas, las hermosas mentiras de
vuestros mudos párrafos? ¿En qué lugar más humo, menos ascuas, en las favilas
longevas de los plisados pliegos o en la instantánea chispa de esta existencia
que casi no encendemos?
Libros, por encima de
todo, gracias. Gracias por tanta tinta muerta, por tanta vida en tinta. Gracias
por vuestros sentimientos y la carnegrafía. Sin conocer apenas, así es de
superficial el hombre de la tierra, he conocido a fondo la claridad de Ítaca,
los vinos sabrosísimos del suelo del Vesubio, el viento de Orihuela, la soledad
de Gloria, los campos de Castilla. Y en algunas estrofas, acaso quedará el
nombre de mi madre, grana bendita. (La Voz de Asturias, 25-04-09).
Alguien te espera en la terraza de un café, en Venecia,
mientras se pierde, desterrada por el golpeteo de la lluvia,
la música de una pequeña orquesta.
Alguien te espera en el caluroso camarote de un barco
viendo amanecer sobre los minaretes de Alejandría.
Alguien te espera, con un vaso en la mano y un cuerpo cerca,
--la lluvia aburriendo los cristales--
en una habitación de Hans Road, en Londres.
Alguien te espera, desnudo, en un cuarto art nouveau de París
--entra una luz borrosa a través de la ventana--.
Alguien en una esquina dorada por el sol,
cerca de Chapultepec, en Ciudad de México.
Alguien te espera, en otro camarote caluroso, mirando
atardecer sobre las olas del Caribe.
Alguien junto a la chimenea apagada en un piso de Bogotá,
con el aliento helado, en las orillas del Hudson, en Nueva York,
en la terraza de un hotel de Taxco
y en otra terraza, donde ladran unos perros, en Madrid.
Alguien te espera en la noche de Granada y en la madrugada de Veracruz,
recorriendo Lisboa desde el alto de la Serafina
y San Francisco desde Russian Hill.
Alguien te espera --hace mucho tiempo--
entre los viejos muros de una casa de Astorga
y haciendo el amor sobre la arena de una playa perdida.
Alguien te espera, espera con impaciencia tus noticias,
en repetidas habitaciones de apartamentos, en monótonos cuartos de hotel.
Y tú deberías avisarle, decirle de una vez la verdad,
que no puedes volver, que ya no tienes tiempo,
que es mejor cancelar la cita para siempre.
Pero no lo harás y él te seguirá esperando,
soñando cada sitio como si tú estuvieras por llegar,
repitiendo las mismas frases en los antiguos escenarios.
Hasta que un día se canse de esperarte
y piense que tú ya no vendrás, que tal vez hayas muerto.
Ese día, poco antes de dormirse, cuando maldiga
tanto tiempo perdido, su agotada paciencia,
podrá leer --escrita en las paredes-- la esperada noticia de tu muerte.