Hemingway cobraba los artículos por palabras. A
tanto el término, lo mismo daba que fueran adjetivos que sustantivos,
preposiciones que adverbios, conjunciones que artículos. No recuerdo de dónde
saqué esa información, hace mil años (cuando ni siquiera sabía quién era
Hemingway), pero me impresionó vivamente. En mi barrio había una tienda de
ultramarinos, una mercería, una droguería, una panadería, una lechería… Pero no
había ninguna tienda de palabras. ¿Por qué, tratándose de un negocio tan
lucrativo, como demostraba el tal Hemingway? Para vender leche o pan, pensaba
yo, era preciso depender de otros proveedores a los que lógicamente había que
pagar, mientras que las palabras estaban al alcance de todos, en la calle o en
el diccionario.
Imaginé entonces que ponía una tienda de palabras a la que la gente del barrio
se acercaba después de comprar el pan. Sólo que yo las vendía a precios
diferentes. Las más caras eran los sustantivos, porque sustantivo, suponía yo,
venía de sustancia. Si la sustancia de una frase dependía de esta parte de la
oración, lo lógico era que valiera más. Después del sustantivo venía el verbo
y, tras el verbo, el adjetivo. A partir de ahí, los precios estaban tirados.
Cuando un cliente, en mis fantasías, compraba tres sustantivos, le regalaba
cuatro o cinco conjunciones, para fidelizarlo. Mi padre, que era agente
comercial, utilizaba mucho el verbo fidelizar. ¿De dónde, si no, iba a sacar yo
esa rareza gramatical? En mi tienda imaginaria había también un apartado de
palabras inexistentes, para gente caprichosa o loca. Aún recuerdo algunas:
copribato, rebogila, orgáfono, piscoteba, aguhueco, escopeja…
El negocio imaginario iba bien. Todo el mundo necesitaba mis palabras. Al poco
de inaugurar la tienda tuve que contratar dos empleados porque no daba abasto.
Luego compré el piso de arriba para ampliar el negocio, pues llegó un momento
en el que la gente me pedía también frases. Puse en el sótano un taller con
cuatro gramáticos que se pasaban el día construyendo oraciones. Las había de
muchos precios, claro. Las frases hechas eran las más baratas. Recuerdo, entre
las que tuvieron más éxito, en boca cerrada no entran moscas y no rascar bola,
pero a mí me gustaban mucho también leerle a alguien la cartilla, ser un hueso
duro de roer, chupar cámara, pelillos a la mar, o mi sastre es rico. El precio
de las frases aumentaba a medida que resultaban menos comunes, o más raras. Por
alguna razón que no llegué a entender, había mucha demanda de frases absurdas.
Me duelen los zapatos, por ejemplo, los espejos fabrican harina orgánica, o las
cremalleras son menos sentimentales que los botones. Con el tiempo tuve que
crear un departamento dedicado de manera exclusiva a la construcción de frases
absurdas.
La idea de la tienda de palabras y frases me resultó muy liberadora, pues
siempre pensé que ganarse la vida era condenadamente difícil. El mayor miedo de
mi infancia era el de acabar en una esquina, vendiendo pañuelos de papel. Un
día que mi madre, tras suspirar con expresión de lástima, se preguntó en voz alta
qué iba a ser de mí, le dije que no se preocupara, pues había decidido que iba
a poner una tienda de palabras. Tras meditar unos instantes, me dijo que eso
era un disparate y que debía poner mis energías en cuestiones prácticas. Ahí
acabó mi sueño de vender palabras. Luego, de mayor, comprobé que los anuncios
por palabras constituían un capítulo muy importante en la cuenta de resultados
de los periódicos. Pero no le dije nada a mamá, para que no se sintiera
culpable.
De todos modos, acabé viviendo de las palabras. No tengo una tienda abierta al
público, tal como soñaba entonces, pero me levanto por las mañanas, las ordeno
en un papel, las envío al periódico o a la editorial y me pagan por ellas. A
tanto la pieza. Una pieza es un artículo. El término pieza se utiliza también
entre los cazadores para denominar a los animales abatidos. La semejanza es
correcta, pues escribir un texto se parece mucho a cazarlo. De hecho, con
frecuencia se nos escapa. La otra noche, en la cama, con los ojos cerrados,
pasó volando por mi bóveda craneal un artículo estupendo. Me levanté, cogí un
cuaderno que tengo en la mesilla, apunté con el bolígrafo, pero la pieza había
desaparecido. Desde la utilización masiva de los ordenadores, contamos los
artículos por palabras. Éste que están ustedes leyendo tendrá unas 4.700. Puedo
calcular a cuánto me sale la palabra y decir que cobro en plan Hemingway. Pero
me sigue pareciendo mal que me paguen lo mismo por un sustantivo que por un
adverbio. Un adverbio se le ocurre a cualquiera.
(C) Juan José Millás
Artículo por el que el autor obtuvo el premio Don Quijote de Periodismo 2009.
Publicado en la revista española Inteviú, 4 de mayo de 2009.